Esta semana, varios pacientes atravesaron un
registro parecido: cómo liberar características de su personalidad que le
impedían transformarse. Sean
emocionalidad, pesimismo, desvalorización, limitaciones, el hecho es que
parecían barreras casi infranqueables hacia lo que deseaban.
Esto es algo común, ya que romper la inercia
es una de las cosas más arduas. Al estar inmersos en una cotidianeidad sin
discernimiento, somos conducidos pobremente por un niño de ocho años. Por más adultos que nos creamos, la realidad
es que nuestras emociones y nuestros traumas perviven en el tiempo y no
desaparecen mágicamente. Estamos moldeados por lo que nos ha sucedido
hasta alrededor de los ocho años, por cómo hemos interpretado las experiencias
con nuestros padres y la sociedad, por los mandatos que hemos incorporado. Casi nadie se toma la tarea de revisarlos y
elegir nuevos parámetros.
Cuando lo hacemos, cuando comenzamos a
adquirir conciencia, emergen los condicionamientos internos y la inercia que
traemos con ellos se hace densa. Deseamos el cambio pero también lo
rechazamos y le tememos. Nuestro
Niño Interno no sabe lidiar con lo desconocido, se aferra a lo que domina, aún
a costa del sufrimiento. Debemos calmarlo, contenerlo y enseñarle
nuevos recursos. Verdaderamente, esta
labor es LA misión que traemos.
Estos
condicionamientos han desarrollado distintos Aspectos dentro de nosotros: somos una multitud. Las heridas más fuertes del Niño han creado
monstruos muchas veces: la víctima, el inseguro, el obsesivo, la miedosa, el
exigente, la protectora, etc. Ellos nos
llevan de las narices. Se arrogan el
derecho de ser Yo. Es interesante que decimos Yo cuando ciertamente está hablando sólo una
parte. Y una parte no es más fuerte que
la totalidad. Debemos darnos cuenta
de esto y no proveer más energía a estos Yoes (luego de averiguar su propósito),
mientras alimentamos a otros que hemos mantenido hambreados por creer que no
existen: también tenemos Aspectos confiados, valientes, poderosos, divertidos,
sabios.
Esto mismo sucede con las emociones. Las sobrevaloramos como representantes
válidos de lo que somos. “Yo siento”
parece ser lo más real de nosotros. No
lo es. Las emociones son pensamientos bajados al cuerpo, son mensajes
pasajeros que nos permiten darnos cuenta de cómo nos sentimos. Y por más intensas que sean, las podemos
controlar y transmutar hacia sensaciones más serenas, centradas, alegres y
amorosas.
Para el
Niño, todo es demasiado. Pero ya no somos
niños. Es tiempo de aceptar la soberanía
de nuestra vida y responsabilizarnos. También en lo espiritual. Hasta ahora, hemos sido como niños al cuidado
de Dios Padre. Es tiempo de ser co-creadores.
De asumir que somos seres multidimensionales transitando una experiencia
humana, de que somos un alma que decidió encarnar en esta dualidad, de que
somos materia atravesada por energía espiritual, de que esto es una fantástica
ilusión colectiva que nos permite evolucionar en conciencia y creatividad.
Cada uno
de nosotros es una expresión completa de lo que decidimos experimentar. Dispusimos talentos, habilidades y desafíos
acordes a ello.
Cuando miramos a los demás y creemos que ellos la tienen más fácil, que
no podemos, que algo nos falta, estamos escupiendo al cielo… a nosotros
mismos... Todo es a nuestra medida,
venimos equipados con lo que necesitamos, traemos el potencial de ser
maravillosos (no de acuerdo a modelos sociales, sino a una esencia auténtica
personal). Pero esa promesa sólo se activa cuando enfrentamos nuestros miedos y
debilidades.
No tenemos que hacerlo difícil, pesado ni
sufrido. Con conciencia, podemos superar
la inercia, aprender con entusiasmo, disfrutar los dones que traemos, servir
con alegría, amar con sabiduría. Todo
está en nosotros. La clave es sostener esta visión integrativa, con constancia y
paciencia, hasta que se incorpore. Nos
lo debemos y se lo debemos a la humanidad.
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