Cuando tenía unos 23/24 años, me ocurrieron una serie de episodios muy fuertes. Dos veces estuve muy cerca de ser atropellada. Me “salvé” milagrosamente. Lo que más me impresionó fue algo que sucedió en la calle. Había decidido irme a vivir sola y fui a visitar un departamento. Subía por Callao desde Libertador, sumida en mis pensamientos, y, de golpe, un enorme trozo de cemento cae frente a mí, desde un edificio en construcción. Se hizo añicos y parte de los pedacitos me golpearon las piernas. Fue tan pasmoso, que no pude reaccionar (leí este mismo trance como inicio de un argumento de un libro que me prestaron cuando cuidaba a mamá, “La noche del Oráculo”: ¿coincidencias?). Seguí mi camino, alquilé el departamento y volví a mi casa.
A partir de ahí, otras veces estuve “a punto de morir” en distintas circunstancias. Esto disparó el tema de la muerte y durante unos meses estuve perseguida con la fragilidad de la vida. Veía en todo momento o acontecimiento la posibilidad de morir: una rama que me golpeaba la cara por la ventana abierta de un colectivo, una posible enfermedad, una piedra arrojada a la ventanilla de un tren, una persona muy agresiva, lo que sea.
¿Qué era la muerte? Más importante, ¿qué había después de la muerte? ¿Sólo teníamos una oportunidad? ¿Y si la desperdiciaba, y si moría ahí mismo, sin más posibilidades de hacerlo mejor u otra cosa? ¿Era justo eso? ¿Dios no da chances? ¿Tengo que esperar al Juicio Final, sentada en una nube, para que me juzgue… por qué? ¿Qué pito toco yo en esta tragedia? ¿Ninguno? ¿Soy una hoja en la tormenta? Estas y muchas otras preguntas daban vueltas en mi cabeza.
Había leído y escuchado algunas cosas acerca de la reencarnación y comencé a pensar que esa era una respuesta mucho más lógica que lo que me habían enseñado. Elaboraba mis propias teorías, concebía especulaciones y conjeturas mientras la muerte me seguía rondando. Hasta que un día, en una librería, me “cae” un libro desde un estante. Lo levanto y trataba sobre reencarnación. Lo compré y ahí estaba todo lo que yo había madurado.
No sé cómo ni cuándo “integré” la muerte a mi vida. Dejé de temerle, para verla como una compañera. Pero todavía faltaba una vuelta de tuerca. A los 28 años, caí en una profunda depresión. Comencé a fantasear con matarme. Todas las noches, me pasaba un largo rato pensando formas de hacerlo y, sobre todo, regodeándome en cuán culpables se sentirían los otros cuando lo descubrieran.
Hasta que un día me di cuenta de que la Muerte (así con mayúsculas) era El Gran Escape (también con mayúsculas). Yo no temía la muerte porque era mi ilustre salida a una vida que sí temía enormemente. No me quería hacer cargo de ella, era demasiado pesada y sufrida, yo no tenía las fuerzas para afrontar lo que había hecho ni lo que podía hacer.
Y me reí. Sí, me reí con ganas. Todo era una charada, yo estaba creando ese drama y también podía deshacerlo y crear otra cosa. Necesitaba ayuda, pero de alguna forma iba a salir. Yo iba a poder. Así, cuando me volvían las fantasías de suicidio, me reía otra vez. Entonces, un amigo me invitó a almorzar, me dijo que me veía muy mal y me recomendó una psicóloga. La llamé ese mismo día, fui a verla, lloré sin parar y comencé.
Pude trabajar lo que me pasaba y me ayudó mucho. Pero, salí verdaderamente cuando encontré un grupo espiritual y vi la luz al final del túnel (literalmente). Había Luz en mí. Había muerte en esta vida y vida después de la muerte. A lo largo de los años, tuve muchas experiencias que lo probaron. Pero, sea como sea, creo que es así. O, quizás, elijo que sea así. No me importa. Aprecio cada instante como el misterio más grande y sé que todo está bien.
martes, 3 de julio de 2007
La Muerte, esa amiga
Publicado por Laura Foletto en 21:25
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1 comentario:
Ayer murió Ingmar Bergman. Bergman y la muerte, su eterna pregunta. Nuestra eterna pregunta. La eterna pregunta sin respuesta. O con miles de respuestas. Está muy bien esto de haber sido Bergman durante 89 años.
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