Charlando con un amigo acerca de las dificultades
de otro, le hice un comentario y reaccionó con un: “¡qué poco compasiva!”. No hay mejor reflexión que la que se hace en
voz alta con alguien, porque nos permite elaborar más articuladamente un
concepto y contrastarlo con las discordancias del otro, así que aproveché para
profundizar en algo que me está dando vueltas desde hace un tiempo.
En las últimas semanas, escribí reflexionando
acerca del servicio y el desapego, proponiendo otra forma de
considerarlos. La compasión tiene relación con ellos, porque tendemos a vincularla con
la lástima, con “pobrecitear” (un verbo inventado por mí cuando era chica,
al escuchar a mis tías exclamar constantemente
¡pobrecito! ante cualquier mínima o gran cosa que le sucedía a
alguien). Me irritaba esa forma de
ningunear la capacidad del otro, enganchándose en la proyección que les
producía.
Aunque no nos gusta pensarlo de esa forma, casi
toda la simpatía que tenemos por los demás está basada en una proyección inconciente: sufrimos por lo que
nosotros sentiríamos si nos pasara eso.
La mejor forma de evitarlo es conocernos y trabajar internamente en ese asunto, de otra
forma terminamos descargando nuestras emociones en los demás y haciendo lo que
nos gustaría que hagan con nosotros… que generalmente no es lo que le serviría
al otro…
Hay un
trasfondo de poder en esta actitud. Al igual
que con la ayuda, supone creer que sabemos qué es lo mejor para el otro. Con esto, los anulamos como seres con poder
para decidir y crear. Por eso, no
resulta extraño que se utilice tanto el “servicio” como asistencialismo y
termine siendo una forma de manipulación y control.
Por el contrario, la empatía es una habilidad
tanto cognitiva como emocional, en la cual somos capaces de ponernos en la
situación emocional de otro. Esto no
significa que lo carguemos con el sufrimiento propio ni que le impongamos algún
curso de acción que nos parece el mejor, sino que reconocemos la situación
(apoyándolo) y que descontamos que puede resolverla por sí mismo. Es un
voto de confianza en la capacidad resciliente de cada persona para
desarrollarse y construir.
A los ojos de los demás (y hasta a los míos), me he
vuelto cada vez más fría y “poco compasiva” como dijo mi amigo. Lo que he observado es que ya no me creo las excusas de nadie, porque
todos tenemos problemas. Es la forma
de evolucionar. Si estamos encarnados,
estamos enfrentados a desafíos. Nadie
está exento. Justificarnos con ellos o
comparar dolores no nos disculpa ni nos favorece.
Esto
implica dos invitaciones. Una es que dejemos de usar el sufrimiento
como único proceso y que desarrollemos
la conciencia en su lugar. El otro es
que nos asumamos como seres con libre albedrío y facultad de crear. En la medida en que nos transformemos en
personas libres, empoderadas, creativas, serenas, amorosas y alegres, les
daremos a los demás esa misma oportunidad y construiremos otra Humanidad entre
todos.
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