Cuando era joven,
una mirada o un tono desaprobatorio me podían arruinar el día. Si un
grupo se reía a mi espalda, creía que era por mí. Cuando no me invitaban
a algún lado, era porque yo era mala o no me lo merecía. Tenía que ser
perfecta para que me quisieran. Está de más decir que la mayoría de todo
esto estaba en mi imaginación, mejor dicho en la imaginación de mi Ego.
La susceptibilidad
del Ego es infinita porque, por definición, es incompleto, imperfecto, en
construcción y, por lo tanto, inseguro, desconfiado, en búsqueda de aprobación
y reconocimiento. Por eso, cualquier agravio, cierto o fantaseado, es
considerado un ataque y respondido con una defensa y/o una huida.
Requiere una gran dosis de consciencia y valor comprender esto.
Generalmente,
nos identificamos con el Ego y lo protegemos a capa y espada, sin darnos cuenta
de que estamos defendiendo lo que más daño nos hace. Creemos que los demás nos quieren perjudicar
(son solo espejos) pero, en realidad, somos nosotros mismos los que nos lastimamos
una y otra vez, prisioneros de pautas infantiles.
Una paciente me
contaba que una compañera de trabajo, en una pausa de café en grupo, había
hecho un comentario insultante (según ella) de una de sus actitudes habituales
(es malhumorada) y había querido responderle con saña (como había hecho antes)
pero, esta vez, había decidido callarse e irse. Todavía estaba un poco
enojada y no entendía muy bien la razón por la que se había
retirado. Le pregunté: “¿Por qué supones que todos te atacan, que la gente
está en tu contra?”. Se quedó pensando y me dijo: “No sé si esto es
cierto, es lo que yo creo (de creer y de crear, agrego yo). En el
fondo, soy insegura, creo que no sirvo, que no puedo un montón de cosas, así
que, cuando me hacen notar algo negativo de mí, ataco. Y después le sigo
dando vueltas al asunto en mi cabeza, recriminándome porque se dieron cuenta de
mi debilidad. Es un círculo vicioso.”
“¿Y por qué no
respondiste esta vez?”. “Me estoy dando cuenta de que vivo defendiendo lo
peor de mí, gastando energía en sostener una imagen que en verdad no me gusta,
que así no crezco. Ahora que digo esto, me viene un recuerdo de la
escuela en el que hacía lo mismo. Me la paso tratando de ocultar lo
“malo” y así lo hago más grande, no termina nunca. El otro día, cuando me
fui sin contestar, después me sentí mejor conmigo, como que me había
fortalecido. Lucho para no mostrarme vulnerable y, sin embargo, eso
justamente es lo mejor de mí. ¡Ah, el Ego! Si se pudiera
destruir…”. “Error, le contesté, el Ego se sana, no se elimina”.
El Ego es un
instrumento, es una fase que nos permite la conexión con el Ser, teniendo un
nombre, una personalidad, ciertos roles, determinados aprendizajes. Cada vez que afrontamos las
“debilidades”, que encontramos sus enseñanzas y las ayudamos a crecer,
potenciamos ese magnífico diseño original que traemos. Una de las cosas
interesantes de Diseño Humano es que afirma que el Ego es un Centro que
motoriza la fuerza de voluntad, la autoestima, el valor, la supervivencia… y
que solamente un 30% de la humanidad lo tiene Definido. Esto quiere
decir que el otro 70% está sujeto a toda clase de condicionamientos al respecto
y que está aprendiendo sobre estos temas. Viendo cómo estamos, es
bastante cierto…
En una sociedad
manejada por Egos enfermos, infantiles, inseguros, que aspiran a Tener para Ser,
que venden Perfección para Parecer y Materialismo para Pertenecer, nos
quedamos en la superficie, nos debilitamos al esconder en lugar de aceptar para
evolucionar. Todos traemos un maravilloso potencial de recursos y
aprendizajes, del que generalmente somos inconscientes. Conocernos y
actuar de acuerdo a esa matriz, lo hace más sencillo y pleno. Nadie es
perfecto, nadie tiene todo solucionado, nadie lo sabe todo ni lo puede todo y,
sin embargo, en esa imperfecta incompletitud, somos todo, somos una Unidad.
Las paradojas de la Verdad…
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