El post de la semana
anterior generó muchas olas. Muchos me
comentaron que se sintieron muy reconocidos con la dificultad de conectar con
el bienestar. Una consultante, observando
la interacción familiar en una reunión, se sorprendió de la cantidad de quejas
y demandas (directas y encubiertas) que había.
Su madre “aguantaba” y su padre solo hablaba de cómo se había “matado”
en su trabajo para proveerlos. No era
difícil conjeturar la razón por la que le costaba tanto disfrutar y
apreciarse.
Venimos de entornos
oscuros, tanto familiar como socialmente.
La alegría y el entusiasmo de
hacer lo que nos gusta no son motores de nuestra acción, sino la obligación y
el esfuerzo. En una sociedad que se
mira en los medios de comunicación y pone como modelos a las estrellas del
entretenimiento, me llama la atención una orientación que se viene dando en los
últimos tiempos. Después de mostrarse
esplendorosos, felices y realizados, muchos de esos ídolos confiesan luego que
todo era una mentira, porque en realidad habían estado drogados, alcoholizados,
en relaciones violentas, con ataques de pánico, que habían sido abusados o
violados, etc. En muchos concursos de
talentos de la televisión, apelan a las historias dolorosas de los
participantes para lograr más rating.
Hay un aspecto de redención
positivo detrás de esta tendencia, pero también hay un refuerzo de la noción de
que hay que sufrir mucho para terminar pasándola bien, con la que todos nos
identificamos en una especie de consuelo mutuo.
Es cierto que los desafíos nos hacen crecer y que caer al fondo del pozo
nos despierta a otras posibilidades, pero ¿cuánto
de esto no es resultado de negar las cualidades de la conciencia y la alegría?
Las condiciones infantiles
nos marcan el rumbo y es fundamental preguntarse cómo hemos sido criados y qué
mandatos nos inculcaron. “La vida es
dura; si no te costó, no vale; pobre, pero honrado; primero los demás; el ocio
es malo” son preceptos que requerirían revisión, pero pocos se toman el trabajo
de hacerla y de cambiarlos por otros que elijan. Parece
más fácil vivir con lo que absorbimos cuando teníamos seis años en lugar de
madurar y desarrollarnos como un adulto responsable de sus decisiones, pero no
es así, sobre todo si el alimento fue tóxico.
¿Y si tratamos de evolucionar con otros métodos? El autocastigo no hace
crecer. La autoestima ennoblece. Las quejas alejan. Las risas unen. Las demandas apartan. El reconocimiento moviliza. El drama ahuyenta. La buena onda acerca. La agresión erige defensas. La compasión construye puentes. Hacer de más es ineficiente. Apegarse es doloroso. Hacer lo justo y continuar proporciona
impulso y progreso. Soltar el pasado
libera. El perdón trae paz. Las sonrisas levantan el ánimo. Las caricias suavizan. La constancia llega a la meta. La abundancia es un derecho. El silencio conecta. La paciencia relaja. La aceptación permite la transformación. Compartir multiplica. Estar con otros nos hace más libres y
creativos. Agradecer expande. Atravesar la oscuridad lleva a la
claridad. Iluminar atrae luz.
La confusión y el miedo
están de moda. Somos empujados de un
lado al otro por el sistema, en lugar de guiarnos por nuestro GPS personal:
nuestro Ser. Te invito a que tomes
algunas de estas propuestas y las pruebes por un tiempo, con
perseverancia. Aquí estoy. Juntos, podemos crear un nuevo mundo.
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