Hace poco, una nueva consultante me decía
compungida: “Al final, haberlo apañado tanto tiempo fue peor; debería haberlo
dejado enfrentarse con la realidad hasta que aprendiera”. Se refería a su hijo, a quien ella (en contra
de su marido) había “cuidado” por más de 45 años como a un niño que siempre
tenía mala suerte y lo engañaban en sus trabajos. La verdad era que su hijo se había acostumbrado
a que su madre lo sacara continuamente de las dificultades y no había madurado
de acuerdo a su edad.
Mucha
gente que tiene el síndrome del Ayudador cae bajo estas supuestas
víctimas. Cada uno
está jugando el rol que más le calza y ninguno de los dos crece. Las “Ambulancias” (porque siempre están
corriendo atrás de los dramas de los demás) no son tan buenas y solidarias como
parecen. En el fondo, no soportan el dolor de los otros porque no
pueden soportar el propio. Al ver
reflejados sus problemas internos, corren a solucionar los de afuera sin
ocuparse de los suyos. Para colmo,
adquieren una pátina de reconocimiento y gratitud que los hace sentir
bondadosos y plenos, lo cual tapa cualquier traba de autoestima o inferioridad
que tengan. Sus socorridos han conocido
desde chicos la comodidad de que otros le
arreglen sus desafíos y tienen un radar para ubicar ambulancias que sigan preservándolos
de desarrollarse. Algunos son concientes
de esta manipulación y otros creen que no valen y que precisan que los asistan
siempre.
El
resultado final es que los salvadores terminan agotados y vacíos y las víctimas
más empobrecidas y débiles. Nadie gana en este juego. La sobreprotección genera bajo nivel de
tolerancia a la frustración y la falta de auto-contención y satisfacción. Forma niños eternos, necesitados. En un
extremo, están los que se muestran como infantiles y en el otro los que actúan
de madres/padres. Son las dos caras
de una misma moneda; es una dependencia mutua.
Mi
consultante actúa como un almohadón. Ante cada posible o real choque de su hijo,
ella le pone un confortable amortiguador para protegerlo. El problema es que no sucede solo un par de
veces: es una escalada. Si cae de un
primer piso sobre un gran almohadón, no se lastima; si lo hace de un décimo
piso, se estrella malamente. Además, en
cada salvada, él aumenta su creencia de que es frágil, de que no sirve, de que
no es suficiente. Y con esto también remonta
el resentimiento hacia el ayudador, porque, en el fondo, hay un tema de poder
en esta relación. Yo puedo y tú no.
Esta juego no es privativo de los padres (sobre
todo de las madres, porque a las mujeres le han reforzado este rol como función
fundamental). Lo llevan adelante también
otros miembros de la familia (hermanos mayores, por ejemplo), amigos, personas
con dinero y, más allá, instituciones y gobiernos, que refuerzan la
articulación víctimas/salvadores. ¿Qué se logra con esto? Que nadie sea conciente de su poder interno,
de su fuerza, de sus posibilidades de aprendizaje y superación, de su capacidad
de creación y construcción, de su madurez, de su habilidad de contenerse y
amarse, de su disposición para la sabiduría y la guía interior.
Estamos
en procesos de reconocer el valor de lo que somos y de concretarlo. Cada vez que no permitimos que el otro aprenda
y madure, lo debilitamos y no le dejamos reconocer su potencial. Cada vez que hacemos esto con nosotros
mismos, no nos concedemos brillar tan intensamente como podemos. Aunque no nos demos cuenta, en los últimos
tiempos, hemos estado liberando mucho de lo que nos atrapaba en la oscuridad de
las limitaciones y carencias.
Aprovechemos la Luz de la Nueva Energía para iluminar nuestros más
grandes sueños y llevarlos a la realidad de una Tierra amable. Es la mejor
ayuda que podemos brindar: la del ejemplo de que se puede vivir feliz,
abundante, creativo y amoroso.
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