Soy de una pequeña ciudad del interior de
Argentina y una cosa que me irritaba era el constante reniego de mi madre
acerca de mi conducta: “¿qué van a decir los vecinos?”. Ella y ellos se juntaban para intercambiar
información acerca de lo que espiaban por detrás de las persianas cerradas. Cuando nos mudamos a Buenos Aires, a otra
ciudad chica del conurbano, la cosa no cambió.
Siendo rebelde y rara, yo era un blanco fácil. Cuando me fui a vivir sola, mi madre lo
ocultó por vergüenza por años.
En pleno centro de una gran urbe, me sentí
libre finalmente. Pocos me conocían y
parecía que a nadie le importaba nada.
Con el tiempo, comencé a darme cuenta de que no era tan simple. Tanta persecución había hecho su efecto y a
una parte mía le influenciaba lo que opinaran los otros. Tuve que hacer todo un trabajo interno para
“limpiar” esta censura y obrar de acuerdo a mi esencia.
Pareciera que en estos tiempos modernos la
costumbre está perimida… pero no es así.
Frecuentemente, escucho de pacientes y conocidos las trabas que ello
significa y los sufrimientos que
depara. Esta manía social es la
consecuencia (terrible) de la interrelación que tenemos con nuestros
progenitores primero y con los demás después.
Cuando niños, estuvimos pendientes del reconocimiento y la aprobación de
nuestros padres constantemente. Era el combustible para nuestra autoestima y
crecimiento. La mayoría de nosotros
no la tuvimos como la necesitamos y deseamos, así que, de grandes, salimos a buscarla neuróticamente. Por un lado, hacemos cualquier cosa con tal de obtenerla; por otro, atraemos lo contrario porque así estamos
programados (repetimos lo que conocimos en la niñez); por otro, criticamos a los demás, como nuestros
padres hicieron con nosotros (más de lo mismo).
Es un cóctel explosivo: nadie vive feliz.
Nuestra
mirada está siempre en el afuera, afectada por la reacción del otro. Usada con cuidado,
ella puede ser positiva si amplía y enriquece la nuestra, pero… ¿tenemos una
propia? En general no. Para percibirla, es necesario que miremos
hacia adentro. Que comencemos a reconocernos en nuestras sombras y luminosidades, en
nuestros logros y potencialidades. Que
nos aprobemos sin perfeccionismos ni exigencias. Que nos disfrutemos con merecimientos y
complacencias. Que nos desarrollemos con
entusiasmo e inspiración. Que creemos y
creamos en amor y confianza.
Entonces, cuando nuestras miradas se
encuentren, sabremos quiénes somos y qué queremos y nos apoyaremos en el
camino. En algún momento, sabremos que la chispa que brilla en el fondo de los
ojos es la mirada siempre amorosa de Dios/Diosa y nos reconoceremos hermanos.
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