En estos tiempos modernos, conocemos (y padecemos) unas
cuantas adicciones: al alcohol, las drogas (ilegales o prescriptas), la comida,
el trabajo, las compras, etc. Hay una
que es más común y extendida que todas esas, pero invisible: hablar de los
problemas.
Todos los días, nos quejamos, nos victimizamos, nos
enorgullecemos, nos hartamos de cacarear cuántos problemas tenemos. Es más, somos expertos en hacer un problema
de cualquier nimiedad que esté dando vueltas.
Vivimos cargando la pesada cruz de los inconvenientes personales,
familiares, sociales y espirituales… y si no tenemos a quién contárselos,
entonces los mascullamos para adentro.
Para colmo, existe la creencia de que contar las cosas las
hace más livianas. Es al revés: las
revivimos (sobre todo emocionalmente), por lo que nunca nos libramos de ellas,
sino que las repetimos interna y externamente.
Un problema… jaja!
¿Y si hacemos dieta de lo negativo? ¿Y si solucionamos los problemas? ¿Y si hablamos de las alegrías, de los
logros, de lo nuevo? ¿Y si nos llenamos
la boca de bendiciones?
No hay comentarios:
Publicar un comentario