Un tema recurrente en cualquier terapia o, más bien, en la vida es el tema de la culpa. Omnipresente en la cultura judeo-cristiana, implica una discordancia con algún sistema de valores personal o social. Es necesario hacer una distinción al respecto. Si la tomamos como algo positivo, es:
- Una señal para examinar nuestra conducta.
- Un análisis interno para detectar actitudes y acciones que nos hacen y hacen daño.
- Una oportunidad de aprender, solucionar, reparar, perdonar.
- Una toma de responsabilidad.
Se transforma en un problema mayor cuando es tóxica, neurótica, o sea, cuando es consecuencia de un sistema rígido de valores. El ego (en algún momento de la niñez o adolescencia, debido a traumas y/o influencias familiares o sociales) elabora una norma de “superioridad moral” al que debe someterse estrictamente. Por su propia rigidez, es una exigencia imposible de cumplir, que causa constantes choques entre la idealización pretendida y la realidad, ocasionando dolorosos conflictos. Es el continuo “deber” en cualquier situación: “yo debí hacer tal cosa”, “yo tengo que cumplir”.
Todo se polariza en lo bueno y lo malo (sin términos medios ni equilibrios) y la persona se transforma en un juez implacable de su propia conducta y la de los demás. En este último punto, paradójicamente, se termina creyendo responsable de la vida de los otros y sufriendo por lo que no puede ser o hacer por ellos, lo que, generalmente, hace que no se responsabilice de sí mismo. Así, magnifica exageradamente sus “defectos, fallas, errores, ausencias”, criticándose sin piedad por lo que debería ser o realizar, mientras su vida se hunde en la culpa.
¿Qué resultados trae esto? Primero, vive atada al pasado. Luego, se relaciona a través de ella: hay una cadena de “educación” de padres a hijos, un intercambio entre amigos y colegas. Hace experimentar una incómoda sensación sutil (a veces no tanto), un tironeo interior producto de frases como: “si no haces/hago esto, me voy a sentir mal”, “sólo deseo tu bien”, “no merezco tanto/nada”, “me sacrifico por tu bienestar”, “yo doy tanto por ti”, “eres lo más importante en mi vida y me respondes así”, “no soy suficiente”, “no pude hacer nada por cuidarte”, etc. Además, la persona no se hace responsable de su accionar y vive dando disculpas y pretextos, sin aprender de sus equivocaciones, lo cual la lleva a sentir una intensa humillación y desprecio internos.
¿Qué hacer? En principio, es necesario reconocer que se está bajo una norma rigurosa, negativa, perfeccionista y exigente. El ego se ha impuesto reglas asfixiantes e inhumanas, a fin de sentirse “bueno”, de expiar algún pretendido mal mayor, de evitar situaciones conflictivas. Esto no funciona, porque estamos aquí para aprender en base a prueba y error. Por otro lado, siempre hacemos lo que podemos, de acuerdo a nuestra evolución. Castigarse durante una vida entera por lo que fue posible en determinado momento es improcedente e inútil. Las normas de conducta deben ser flexibles y adecuadas al desarrollo de nuestra conciencia.
Cuando nos sentimos culpables, podemos analizar nuestras actitudes y acciones desde un marco compasivo y respetuoso hacia nosotros mismos. Al reconocer las pautas reincidentes, podemos aprender de esos errores o fracasos e implementar nuevas conductas, desactivando el mecanismo de la culpa en el proceso. Lo importante es darnos cuenta de las causas de la culpa, los comportamientos que nos empuja a repetir, las responsabilidades que nos pide asumir y las acciones que implementaremos.
Cuando aceptamos que, debido a la cultura en la que vivimos, es normal sentir culpa, somos más comprensivos con nosotros mismos, lo que nos permite tratarla y removerla. También, hace que fundemos nuestro propio sistema de valores, acorde a nuestra evolución. En el fondo, la culpa es una forma velada de control y castigo. Cuando nos asumimos como creadores de nuestra vida, no necesitamos eso. Podemos apropiarnos de lo que deseamos y accionar para lograrlo. Si “fracasamos” (o sea, si obtenemos resultados distintos a los que nos propusimos), aprenderemos de esa experiencia. Si dañamos a alguien (o a nosotros mismos), pediremos perdón y nos perdonaremos. Todo sirve a los más altos propósitos de nuestra alma. Por eso, aceptarnos y amarnos más allá de cualquier circunstancia es el remedio para disipar la culpa.
lunes, 8 de diciembre de 2008
¿Te sientes culpable?
Publicado por Laura Foletto en 20:52
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