Quizás, te resulte extraña esta pregunta. ¿Acaso no sabemos todos cómo serlo? Lamentablemente, no. Hay razones personales y sociales que lo
dificultan o impiden. Comencemos por
estas últimas. Por cientos de años, el acento para la realización humana ha estado
puesto en el sacrificio, la lucha, el esfuerzo. Desde “ganarás el pan con el sudor de tu
frente” hasta “sin dolor no hay ganancia”, se supone que debemos sufrir para
obtener algo. Cuantas más tribulaciones
nefastas atraviesa alguien, más se la aprecia.
Cuantos más padecimientos se soportan por el bien de los demás, más metros
de Cielo se logran.
En los tiempos recientes, esta sobrevaloración del
sufrimiento (en vistas al futuro, sea aquí o en el paraíso) ha tenido su
contrapeso en un facilismo pueril y
consumista, de disfrutar hoy sin importar el mañana. Faltos de una guía interna espiritual, todo
se diluye en la materialización urgente que brinde algún placer o sentido.
Tanto en una como en otra visión, lo más común es sentir culpa: por no ser lo que se debería ser,
por no cumplir con las implacables expectativas, por sentirse vacío a pesar de
tener todo, por lo que sea. Esta
“costumbre” judeo-cristiana nos ha sido transmitida en los genes y reclama su
tributo: la culpa exige castigo. Si te parece que te has salvado de su larga
mano… mira mejor: muchas de tus imposibilidades nacen de eso.
Esta sociedad no nos
enseña a ser felices, responsables, creativos, alegres, abundantes. Está
llena de modelos rígidos e idealizados y margina al que no llega o es
distinto. En lugar de propiciar la
libertad para que cada uno busque sus propias experiencias y aprenda de los inevitables
errores en el aprendizaje, lo juzga y lo sanciona.
Con respecto a las razones individuales, se podría decir que cada uno hizo lo que
pudo con lo que tuvo. Se supone que
sabemos hacer bien lo básico por lo menos, pero ni siquiera esto es
cierto. Respiramos mal; nos paramos
peor; manejamos pésimamente el cuerpo y la salud; tenemos la mente colmada de
tonterías, miedos y dudas; nos desbordan las emociones; no poseemos una orientación
verdadera de quiénes somos y adónde vamos.
Dejamos de crecer
después de la adolescencia y reaccionamos ante cada nuevo desafío con los pocos
y nocivos recursos que asimilamos en la niñez.
Podemos tener cincuenta años y seguimos repitiendo lo mismo de
cuando teníamos cinco. No nos tomamos el
tiempo de revisar lo que sirve y lo que no; de adecuarnos al presente; de
fundar una nueva interpretación de acuerdo a lo que somos ahora; de diseñar
cómo deseamos vivir, relacionarnos, trabajar, amar.
La conciencia es la
gran ayuda. En lugar de vivir
dormidos y reactivos, quejándonos y resignándonos, podemos poner luz en cada
acto, en cada encuentro, en cada emoción, para evaluar los mandatos y traumas
que arrastramos, a fin de sanarlos y reemplazarlos por ideas y actitudes que
nos den plenitud y armonía, que liberen el potencial que traemos, que movilicen
nuevos caminos, que nos relacionen amorosamente.
Este es el
tiempo. Deja de correr, encandilado por
objetivos externos. Respira, cálmate un
momento, mira adentro, pide asistencia a tu Ser, comienza a crear la mejor
versión de ti mismo. Cambia tus
prioridades y valores; aprecia la alegría y la simplicidad; confía en que ya
eres y tienes lo que necesitas para lograr tus metas del corazón; pon el aprendizaje
constante como un camino valioso; ábrete al amor y la abundancia; fíate en que
el Universo es amable y te sostiene; conéctate como el ser espiritual y
luminoso que eres a Todo Lo Que Es.
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