En la era
del delivery, de lo instantáneo, del "llame ya", de la inmediatez, de
la impaciencia, es imposible prefabricar la alegría, producirla a medida,
lograrla a voluntad. El monje benedictino alemán Anselm Grün, un versátil e
incansable explorador del alma humana, lo dice de una manera sencilla (en su
libro La verdadera felicidad): "No
es posible decretar la alegría. Ella es la expresión de una vida plena. No
puedo ansiar la alegría por sí misma, pero sí puedo intentar vivir mi vida con
todos los sentidos. Entonces tomaré contacto con la alegría que hace tiempo se
encuentra en mí". Suele ocurrir con la alegría lo mismo que con la
libertad, con la felicidad o con el sentido. Se los busca afuera, se los
pretende ya hechos. Queremos que nos sean dados; olvidamos rastrearlos en donde
habitan: en nuestra interioridad, en nuestra conciencia. Buscamos los anteojos
que llevamos puestos y nos enojamos o desalentamos porque no los encontramos o
porque no viene alguien y nos los alcanza.
Decía el
filósofo y teólogo holandés Baruch Spinoza (1632-1677), cuya Etica es
una de las más grandes obras del pensamiento universal, que la alegría acompaña
al ser humano en "el paso de una menor a una mayor perfección".
Spinoza entendía que la realidad era, en sí, la perfección y, por lo tanto,
hablaba del paso de un nivel a otro de la realidad, de una profundización de la
conciencia, de una conversión paulatina de nuestras potencialidades
existenciales en actos existenciales. Tanto él como Grün parecen coincidir en
algo: el despertar de la alegría, una
facultad que está en nosotros, es siempre la consecuencia de un modo de vivir.
Nadie es alegre. No lo seremos porque tengamos la sonrisa a flor de labios,
porque al levantarnos juremos que hoy le pondremos al mal tiempo buena cara o
porque, simplemente, nos definamos como personas alegres. Así como los árboles
no empiezan su existencia por la fronda sino por la raíz, la alegría no nace de
la voluntad ni de una declaración, sino que proviene de nuestro modo de estar
en el mundo. No se trata de vivir para estar alegre, sino de sentirnos alegres
por la vida que vamos eligiendo.
Cuando
nos propongamos la alegría como un fin y salgamos a buscarla en diversas
góndolas y escaparates, terminaremos casi siempre por encontrar dos de sus más
pobres remedos. El placer y la diversión. El placer se agota una vez conseguido
y pide ser renovado de inmediato. La diversión es una pompa de jabón: su
estallido dura un segundo y luego no hay más. Ambos tienen algo en común: no
requieren esfuerzo, ni paciencia, ni un proceso. Son instantáneos. Se puede
pagar por obtenerlos. Y, convertidos en móvil focal de nuestros actos, son un
objetivo neurótico. La alegría, en cambio, sobreviene a lo vivido, a lo
experimentado, incluso a lo padecido. No nos atrae como un anzuelo: es un
perfume que emana de nuestro vivir.
Hoy se cree
que todo debe ser "divertido". Esa palabra se ha instalado en el
habla cotidiana como una suerte de exorcismo. Decimos "¡Qué
divertido!" como si con eso ahuyentáramos la posibilidad del sufrimiento,
de la decepción, de la frustración, del dolor o del aburrimiento, que, después
de todo, son estaciones por donde pasa, inevitablemente, el viaje de la
conciencia que madura. "¡Qué divertido!", repetimos mecánicamente en
situaciones patéticas. Ni la vida ni el mundo son un parque de diversiones; esa
promesa no figura en nuestro contrato existencial. No se trata de eludir el
placer o el esparcimiento. Pero usados obsesivamente para no pensar, no sentir,
no hacerse preguntas, para llenar vacíos, provocan angustia. Al final de la
noche, de la actividad o del consumo "divertidos" queda la sensación
de que los sabores que buscamos no están aquí. Epicuro (341 a.C.-270 a.C.), el
padre del hedonismo, decía, en uno de los textos fragmentarios que quedaron de
él, que la alegría es fruto del alma en
movimiento. Una vez más, aludía a algo que nace en la vida interior, no en el
bullicio externo. La alegría brota silenciosa, perdurable y fértil cuando nace
de actos que dan sentido a nuestra vida.
Sergio Sinay
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