Últimamente, he notado situaciones en las que me encuentro
inducida a tomar partido entre individuos o puntos de vista e, instintivamente,
me niego a hacerlo. Puede ser dos
personas que se llevan mal entre ellas y quieren que les dé la razón a una o
gente que desea que opte por sus propias opiniones políticas o religiosas o
sociales. Aunque generalmente tiendo a
ver la mayor cantidad de aspectos de algo y tomar una posición equilibrada, me
puse a reflexionar porqué me surgía esta respuesta tan visceralmente.
Creo que tiene que ver
con la transformación de la dualidad en trialidad. Estamos en una dualidad (bien/mal,
luz/oscuridad, rico/pobre, alto/bajo) y nuestra mente siempre se va de un
extremo al otro, a veces buscando la moderación y otras simplemente por pereza. Basta
que nos marquen alguna debilidad para que nos defendamos yéndonos al otro lado:
“¿cómo que me esfuerzo demasiado?; ¿quieres que me siente a que todo me caiga
en las manos”; “¿que soy muy agresivo?, a mí nadie me va a pasar por
encima”. Nos cuesta salir de esta manera
de pensar; en principio, porque estamos marcados a fuego por ella y, segundo,
porque creemos que el resultado es la mediocridad… como si no fuéramos
suficientemente mediocres al hacer lo mismo de todos…
El desvanecimiento de
la dualidad crea muchos problemas porque ya no nos resultan estos continuos
devaneos entre polaridades.
Charlando con un paciente acerca de sus actitudes con su hijo, que
oscilaban entre el egoísmo y el deber, se podía ver claramente el error en este
planteamiento desde la dualidad. Por un
lado, él se estaba cansando de llevarse mal con su hijo en los días en que lo
tenía a cargo y ansiaba estar haciendo otra cosa; esto lo hacía sentir egoísta
y culpable. Por otro lado, si cedía ante
su deseo, temía la mirada acusadora de los demás y el castigo por ser mal
padre. En esta ecuación de extremos, no
estaba integrado su hijo ni una mejor versión de sí mismo.
Un hijo es un espejo formidable para conocerse y romper con
actitudes que se arrastran desde la niñez.
Ellos despiertan nuevamente esos
conflictos y son la oportunidad de resolverlos. Cuando, en lugar de considerar al hijo como
el portador del problema, se lo puede observar como el que brinda la escena
para liberar un potencial de solución y concordia, todo cambia
exponencialmente. Cada momento puede ser
una toma de conciencia de los aspectos reflejados en el hijo y la potencia de
repararlos internamente. Así, no sólo se
estará trabajando con el Niño Interior del adulto sino que se estará
habilitando, se estará abriendo la viabilidad de que el niño encuentre su propia
solución, guiándolo amorosamente. Es la
tercera posibilidad, la trialidad.
¿Cómo comenzar? Siendo neutrales. Estamos acostumbrados a reaccionar
inconcientemente y así sólo perpetuamos la dualidad. Cuando
respiramos, nos centramos, somos testigos
de lo que sucede, abrimos el portal de la conexión con nuestro Ser y aparece
otra respuesta. Es como un
triángulo: los dos extremos de la dualidad son la base y el tercer punto es la
trialidad, un vértice elevado que permite una mirada y un resultado más
integradores y armónicos.
En estos
tiempos en que se extreman las posiciones y las presiones cotidianas se
agigantan, nuestra neutralidad es muy necesaria. “Estar en el mundo sin ser del mundo”. Permanecer
serenos, permitiendo que cada persona, cada situación, cada nación realice sus
propios aprendizajes y encuentre sus respuestas es crucial. Es difícil también, porque deseamos
ayudar e interferir por el bien del otro, pero… ¿cómo sabemos cuál es su
verdadero bien? ¿Y si necesita pasar por
determinados acontecimientos para hallar su poder y su esencia? ¿No le estaremos imposibilitando acceder a su
lección de vida? El mejor aporte que podemos hacer es encontrar nuestra propia luz e
iluminar pacífica y amorosamente la oscuridad.
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