Salí rápidamente, por primera vez en muchísimos años, con una auténtica oración al Señor de agradecimiento y felicidad; arranqué el racimo, de tamaño mediano, con uvas negras muy apretadas y gorditas; lavé el racimo en la canilla de la pileta donde lavaba la ropa y comencé a comer las uvas con delectación, una por una. Ya era julio o fines de junio, las uvas se habían hecho vino y yo, que había tomado alcohol en forma autodestructiva y ahora lo rechazaba con repulsión, recibí ese alcohol para el desayuno como una auténtica bendición, como un regalo de Dios, que lo era efectivamente, pues Dios había trazado todos mis pasos para que yo llegara a esa señal, preparada cuidadosamente para mí; había vuelto invisible el racimo para mucha gente, con la única finalidad de que yo lo recibiera en la forma de un vino que, Él lo sabía, yo todavía no estaba en condiciones de ir a pedir a ninguna misa. El cielo, siempre gris, me parecía brillante. Y me emborraché con esa pequeña cantidad de vino bendito y empecé a cantar a voz en cuello y me fui a acostar cantando y me dormí cantando y desperté con la plena conciencia de que Dios existe y me ama; de que existe una dimensión de la realidad que estamos ocupados en esconder y ya nunca perdería de vista esa dimensión, aunque recaería una y mil veces en la depresión y en la ausencia de Dios en mi vida; ya nunca la existencia de Dios volvería a ser un tema de discusión, aunque sí a menudo cambie de forma, de signo, de lugar y hasta de sexo.
Ya me sospechaba, de todos modos, que contara como contara esta historia de las uvas, el lector se iba a defraudar. No hay nada mágico, nada inexplicable y mis conclusiones no se desprenden lógica y racionalmente de la anécdota. La existencia de Dios no se desprende naturalmente de la anécdota sino que surgió en mí simultáneamente con la percepción del racimo entre las hojas de parra. No me convertí por la evidencia de un milagro sino que la anécdota se hizo milagrosa por esa presencia de Dios que se reveló simultáneamente en mí. Las uvas son como mi ayuda-memoria para fijar lo que sentí en aquel momento y lo que sentí no lo puedo explicar ni lo puedo siquiera evocar con palabras. Un mudo sentimiento de maravilla, que en otras anécdotas llamativas no estuvo presente, y que muchas veces después sí estuvo presente sin necesidad de ninguna anécdota ayuda-memoria.
Este pasaje es de “La novela luminosa” de Mario Levrero, que estoy leyendo embelesada. He tenido unas cuantas veces esta experiencia que narra. En mi caso, fueron “recordatorios” de la existencia de Dios, de los pequeños y enormes milagros cotidianos que me conectaron sensiblemente con una Unidad divinamente humana o humanamente divina (como ayer, en medio de cientos de personas bajando de un tren, ver los piecitos mínimos de una beba de un año con medias blancas calzados con zapatitos de charol negros: me arrasó una ternura radiante y, más aún, cuando la vi con un tapadito negro, mirando curiosa y serenamente la tumultuosa multitud).
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