Charlando con un amigo, me decía algo parecido. Había sido el “niño bueno”, había hecho todo lo que debía, pero sentía que, por más que se esforzara, nunca llegaría a ser lo suficientemente calificado ni tendría los dones de los demás.
Este nivel de exigencia es común en nuestra sociedad. Recordé que en un taller que había asistido hace años, entre las cerca de 40 personas, el lamento común era justamente haber sido los niños aplicados y buenos (solamente la coordinadora y yo habíamos sido las rebeldes, las “niñas malas”).
Para recibir la aprobación familiar, la mayoría tuvo que adherirse a ciertos estándares (tener buenas notas, no llorar, ser amable, no quejarse, colaborar, etc.). A nivel inconciente, se trata de “ganar” el amor y el reconocimiento a través de ser de una determinada forma y de hacer determinadas cosas de determinada manera. Esto crea un círculo vicioso, porque el nivel de exigencia y perfeccionismo se va acrecentando con el tiempo, mientras se busca lo mismo de otros. Se pasa de los padres a los amigos, los compañeros de trabajo, los jefes, las parejas, etc.
Relacionado a esto, encontramos la culpa y la vergüenza. Al no conseguir llegar a los exagerados niveles que internalizamos, aparece la culpa, esa actitud omnipresente en nuestra cultura. La mayoría de las veces, ni siquiera podemos rastrear a qué está asociada. Simplemente, sentimos que se nos imputa algo, que hemos causado algún daño. Y, consecuentemente, que debemos ser castigados de alguna forma. Sea cierto o no, inconcientemente, todos estamos participando de esta masiva creencia humana.
A niveles a veces sutiles y otros manifiestos, la vergüenza tiene también esa connotación oculta e imprecisa: no sabemos porqué pero nos sentimos abochornados, disminuidos, inadecuados.
Así las cosas, el Ego funciona entonces como un dictador, al que nunca se puede satisfacer, porque siempre se necesita algo más, falta un poco, sobra otro. Esto crea una noción difusa pero increíblemente fuerte de que es noble luchar y esforzarse para lograr algo. Es como decirle a los padres: “mira cómo intento; a pesar de todo, no me rindo; quiéreme; dame lo que necesito”. Así también le decimos a Dios: “yo trato de ser bueno, yo me esfuerzo, dame”.
Cuanto más crecemos espiritualmente, más sólidas se hacen estas convicciones. No nos sentimos merecedores de estar en la Luz. Aparecen todas las faltas, los defectos, los errores. Debemos ser perfectos, inmaculados. Creemos que no tenemos los recursos ni los dones para las tareas.
Este enorme malentendido (utilizado por algunos para obtener poder) está enquistado e incorporado a nuestro ADN. Esta falta de merecimiento es general. Los agobiantes requisitos que nos pedimos para acceder al Amor de Dios son interminables.

Si tus problemas son de dinero, comprende que el dinero es solamente una metáfora, un símbolo de otros temas, generalmente relacionados con miedos que debes afrontar. Al ser conciente de que ya eres y tienes todo lo necesario para hacerlo, podrás darte cuenta de que esas dificultades están tratando de que vuelvas al lugar adonde fuiste creado y adonde perteneces: al Amor de Dios/Diosa.
El Amor y todo los atributos de Él/Ella están en tu corazón, listos para que los reclames y los concretes. Comprende la verdad y ella te hará libre.
nunca había llegado un texto contestándome a mi pregunta puntal tan rápido gracias!!!no hay nada que hacer, o que merecer, solo pasito a paso fluir con la vida desde el ser.Cuando nos damos cuenta llega la libertad,de dejar que todo sea. GRACIAS!!!!
ResponderEliminarA medida que me van surgiendo preguntas (tanto mías como de los demás), voy encontrando respuestas, que nos sirven a muchos. Así de íntegra es la vida...
ResponderEliminarGracias, Silvya, por ser parte de este hermoso entramado. Besos.